¡TOLERANCIA CERO! A LA CORRUPCIÓN

La difusión de audios comprometedores que desestabilizó al Gobierno en su conjunto, cuyas repercusiones aún continúan sorprendiéndonos, nos deja una serie de reflexiones. Por una parte, el episodio patético que protagonizaron Rómulo León Alegría, Alberto Kímper y otros personajes, no constituye un hecho aislado, sino algo que trasciende a ellos mismos, a los partidos políticos e instituciones sociales. Tratativas como las que se vislumbran en dichos audios se presentan en casi todos los ámbitos de gobierno e instituciones del Estado que tienen la competencia de asignar obras o contratos públicos. Estas prácticas constituyen expresiones de una cultura resquebrajada que se trasmite de generación en generación y cada vez se revelan con más descaro. Hace unos días se difundió una grabación en la cual el Alcalde de Maynas dialoga con su interlocutor de ganancias mutuas refiriéndose a futuros contratos públicos.
Detrás de los negocios efectuados entre entidades privadas o entre instituciones del Estado y las privadas se amasan cuantiosas sumas de dinero, cuyos protagonistas para asegurarlos no reparan en usar todos los medios posibles incurriendo, incluso, en flagrantes delitos. Qué más da en pagar cien mil dólares de coima, si la rentabilidad posterior supera varios miles de millones de dólares. O, dicho de otro modo, para resguardar tales ganancias, se aseguran a través de cualquier método. La coima constituye una perversa práctica común en un sector del mundo de los negocios. Ciertamente que la corrupción no es asunto de cantidades sino del cómo se consigue un determinado propósito. ¿Cuántos empresarios y funcionarios públicos han hecho de la coima una regla de juego imprescindible en todo tipo de transacción comercial? ¿Cuántos sujetos, en la actualidad, ostentan grandes imperios económicos a costa de negociar con entidades del Estado? Ponga usted otros casos.
De todas maneras la población pierde. Por ejemplo, el éxito de una obra pasa a depender de la suerte de que el que pagó más tenga la voluntad de ejecutarla como lo determina el expediente técnico. Asusta saber que los que ganan las licitaciones públicas no son las empresas mejor dotadas sino las que llenan las cuentas bancarias de aquellos funcionarios inescrupulosos. ¿Será por eso que muchas calles y avenidas de Iquitos o de otras ciudades a la semana de inauguradas empiezan a mostrar fisuras, fallas en el sistema de desagüe, u otras deficiencias? ¿Será por eso que de vez en cuando niños y niñas se intoxican cuando reciben alimentos del Estado?
Por otro lado, con la corrupción se desvían importantes fondos que luego hacen falta a la hora de enfrentar otras necesidades de la población. No puede ser que ante una serie de necesidades una autoridad cualquiera desaparezca como por arte de magia uno, dos, o 500 millones de soles. No hay derecho para ello. Es algo que no se puede aceptar de ningún modo.
Además, una autoridad que se colude con una empresa que debe brindar un servicio jamás tendrá la capacidad de exigir que cumpla el contrato de referencia. Las obras defectuosas terminan costando el doble de lo que normalmente costarían evitando extender la inversión pública a otras áreas que requieren urgente atención.
Cada pan, chocolate, arroz o cualquier producto que se consume está gravada por el impuesto general a las ventas (salvo excepciones) u otras formas de gravámenes. Diríamos de algún modo que en cada bien que consumimos estamos alimentando las voraces ansias de funcionarios corruptos. ¿Seremos tan tontos como para permitirnos esto?
Por ello, debemos declararnos enemigos de la corrupción y evitar la impunidad. ¡Tolerancia cero a las prácticas ilícitas en la administración del Estado! Sin embargo debemos ir al fondo del asunto. Está de por medio el valor supremo del capitalismo: el tener por tener que se promueve a diario y en cantidades colosales en todos los medios de comunicación y que termina seduciendo a gran parte de la población. En este sistema ya no se trata de valerse de la economía para satisfacer nuestras necesidades, sino de convertir en necesidad la acumulación y el consumismo sin límites. La desesperación y el mal manejo de la necesidad de alcanzar cierto bienestar invitan a cierta gente a caer en caminos vedados que a larga acarrean consecuencias nefastas en todos los sentidos. Ningún fin justifica la corrupción. Luchar contra ella es una colosal tarea que debe asumirse desde todos los espacios educativos existentes y especialmente desde la escuela.
Después de todo, un hecho tan lamentable como el que comentamos aquí nos recuerda por qué debemos rechazar toda inmundicia agazapada en las entidades públicas y privadas. Quizás habrá que instaurar nuevos símbolos patrios como la honestidad y la transparencia los cuales sí merecen reverenciarlos y practicarlos. Nuestros tradicionales himnos, banderas y escudos aportan muy poco al respecto.

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